Por Andrea Carrillo Lozada

La situación que como humanidad estamos viviendo actualmente a raíz del virus, nos ha permitido observar varias situaciones críticas que ya estaban ahí y, aunque eran evidentes, no las habíamos reflexionado; las dejamos pasar como lo normal, tal vez, nos acostumbramos a ellas como parte del paisaje.

El cese de la actividad productiva que ha implicado la cuarentena a causa del virus, ha evidenciado los millares de personas que viven del diario, que se dedican a obtener unos ingresos que sacian su hambre un día a la vez; seres humanos que trabajan en la informalidad, que salen de sus casas en las mañanas con la incertidumbre de si ese día van a lograr conseguir para pagar la pieza y alimentar a su familia. Cuando se declaró que todos debíamos permanecer en casa, esa horda de productores (y digo productores en el sentido de que generan dinero a costa de su energía vital) se convirtió en una horda de hambrientos.

¿Cómo no nos habíamos dado cuenta de la profundidad del vicio, del enorme defecto en que se fueron formando y desarrollando nuestras sociedades? ¿Cómo se nos volvió natural vivir en un mundo en el que millones no viven sino que sobreviven, dedicados a darle lo mínimo a su corazón tan sólo para que siga latiendo?

El propósito de la vida humana va más allá del hecho de mantener el cuerpo funcionando para producir algo de dinero. Los seres humanos somos pedazos de estrellas aquí en la Tierra, con una capacidad infinita de creación, de servicio y de transformación. Cada ser humano tiene una fuente ilimitada de capacidades, de dones que yacen en su interior esperando ser cultivados para poder brillar. El sentido de la vida radica en descubrir el propio brillo y alimentarlo, ese brillo que representa la esencia divina que somos y que tiene todas las respuestas, que sabe por qué y para qué vinimos a esta Tierra… que conoce los hilos íntimos y profundos que nos mueven desde el amor.

Una sociedad en equilibrio, armoniosa y sana, es aquella en la que sus miembros viven en función de conocerse a sí mismos y hacer de sí su mejor versión; en la que la misma sociedad los apoya, los impulsa, los respalda, les da los elementos necesarios para ello; donde, por añadidura, se respeta la vida, a los demás y a la Madre Tierra. Al día de hoy los hechos nos muestran que vivimos en una sociedad sumamente enferma, donde millones de seres humanos andan como muertos vivientes: totalmente desconectados de sí, haciendo lo que no aman, dedicados a la producción de dinero, y esto aplica tanto para los descamizados, como para los grandes magnates. Los unos viven únicamente pensando en conseguir unos pesos para tener algo de comer, desde la carencia; mientras los otros, desde la opulencia, entregan su vida a buscar formas de acumular más y más pesos. Ni los unos ni los otros están viviendo realmente.

Y, como si fuera poco, situación que evidencia el grado de enfermedad de las sociedades actuales, si no produces, mueres. ¿Cómo es posible que aceptemos como si fuera natural que una persona muera de hambre, de enfermedad, de frío, sólo porque no produce dinero? ¿En qué momento nos acostumbramos a esto? Este panorama nefasto que estamos observando, da cuenta de todo el trabajo que tenemos por delante, de lo vital que es en este momento hacer transformaciones profundas, de fondo, a nivel personal y colectivo.

En el aspecto personal, el reto está en descubrirse, conocerse y encontrar, paso a paso, la posibilidad de hacer en la vida aquello que se ama. Cuando se vive en conexión consigo mismo sólo nos permitiremos hacer lo que nos da plenitud. Cuando se hace lo que se ama, se puede decir que realmente se está viviendo. Todos y cada uno tenemos el poder de manifestar el más íntimo deseo que alberga nuestro corazón. El verdadero trabajo es realizar lo que le permite al ser humano su más grande realización.

Por otro lado, en lo colectivo está la gran labor de recrearnos, de volver a los lazos de solidaridad, de volver a cultivar la Tierra respetando los bosques, las semillas limpias y nativas; de recuperar otras formas de economía como el trueque; de pensarnos una escuela que enseñe a los niños a ir hacia su interior, no a acumular datos y salir a producir; de fomentar las artes que son uno de los caminos de expresión del Espíritu; de impulsar el cuidado del cuerpo a través de deportes que ayuden también a fortalecer la mente y el Ser; de construir sociedades donde cada vida humana sea valorada, apreciada y respetada por ser una de las más hermosas y grandes manifestaciones de lo sagrado. Para que esos cambios sociales y globales se vayan dando, hay que empezar por casa, por el interior, por la familia, por el entorno, por el grupo de personas que nos rodean.

Construir una humanidad respetuosa de la vida, amorosa, sí es posible. Empecemos a vivir para amar y amar todo aquello que hacemos. Paso a paso, brillo a brillo, como estrellas que se quitan siglos de polvo de encima, irá naciendo otra humanidad.

Andrea Carrillo Lozada
Terapeuta
Filósofa