Una de las familias más distinguidas y notables de Santa Fe de Antioquia guarda una particular, curiosa y hasta simpática historia que poco se ha contado. Se trata de los seis hermanos Toro Correa que tuvieron en el recordado Obispo Francisco Cristóbal Toro Correa a su máximo orgullo familiar, fuera de dos hermanos suyos: Francisco Luis y Pedro María que también fueron clérigos. Lo que poco registra la historia oficial es que hubo otros tres hermanos que se dedicaron a las humanidades y hasta al mundo pagano.
En la historia religiosa de Santa Fe de Antioquia, ninguna familia como la Toro Correa ha dado tantos religiosos e intelectuales que en el pasado le sirvieron al municipio, al departamento y a Colombia desde la iglesia, la educación y hasta en el arte.
De esa numerosa prole que alcanzó la no despreciable suma de 16 vástagos, 10 de los cuales murieron de diferentes enfermedades cuando estaban pequeños, brilló con más luz propia, el emblemático y carismático Obispo de la ciudad de Antioquia, Monseñor Francisco Cristóbal Toro Correa, el gran restaurador de la Diócesis de Antioquia; el mismo cuya estatua procera está en el parque que lleva su nombre al lado de la Catedral Basílica, nombre que también lleva nuestro museo de arte religioso.
Igualmente enaltecieron el estirpe de esta gran familia, hombres de Dios como el canónigo e historiador Francisco Luis Toro Correa, y el Presbítero Pedro María Toro Correa, religiosos que al igual que el Obispo, “crecieron en medio del hogar, respirando ese ambiente puro, recibiendo de sus padres los más severos ejemplos de virtud, abriendo su corazón desde un principio a todo sentimiento noble, y aprendiendo de los labios paternales las primeras lecciones”, tal y como lo escribiera el Pbro. Juan Botero Restrepo.
Pero la historia de esta casta Torera también fue escrita por otros tres hermanos, que si bien no fueron tocados por la vocación eclesial, tuvieron una vida ligada a las humanidades desde campos como la docencia, la cultura y hasta la bohemia. Fueron ellos: Manuel María, Juan Clímaco y Juan Crisóstomo, que en su tiempo dieron de qué hablar.
Por ello más que contar la vida y obra de los tres conocidos y distinguidos religiosos, de quienes se han escrito páginas enteras para reconocer y honrar su legado, con este reportaje lo que se busca es contrastar la vida de sus otros tres consanguíneos, quienes también tuvieron una vida meritoria y digna de contarse.
EL TORO EDUCADOR Y HUMANISTA
Manuel María Toro Correa (Fotografía), tuvo el privilegio de ser un notable educador, vice rector del colegio San Luis Gonzaga, inspector provincial, visitador escolar en la región del Occidente de Antioquia, concejal de Santa Fe de Antioquia y Representante a la Cámara, más exactamente suplente de su paisano Fernando Gómez Martínez, quien representó el Romanismo, facción del Conservatismo al cual perteneció.
Como una curiosa coincidencia del destino hay que recordar que nació y murió en la misma fecha (26 de enero de 1883 – 25 de enero de 1936), es decir que murió el día de su cumpleaños.
Y como si fuera poco, falleció de pena de amor, exactamente un mes después de morir su esposa. Según lo cuenta Mons. Carlos Abel Londoño López en una semblanza que hiciera del insigne educador publicada en la revista del Centro de Historia de la ciudad de Antioquia: “El 26 de diciembre de 1935 falleció su esposa Aquilina de una larga enfermedad; fue tan profunda su tristeza que solo pudo resistir un mes exacto. El 25 de enero, a las 4 de la tarde asistió como de costumbre a la salve que se cantaba los sábados, después del rezo de los canónigos; se confesó con el Padre Antonio María Palacio, quien años más tarde declaró que no había encontrado materia para absolverlo, porque únicamente tenía imperfecciones.
Al día siguiente visitaría a su esposa, que cumplía un mes de muerta, pero a eso de la una de la mañana lo acometió un infarto fulminante que en segundos le quitó la vida. Sus exequias se efectuaron en la Catedral con asistencia del Excmo. Sr. Obispo Francisco Cristóbal, su hermano, el clero de la ciudad, las Comunidades Religiosas y la ciudadanía en general”.
Hurgando en periódicos viejos, hallamos una semblanza que hiciera de él, el recordado profesor Samuel de J. Cano en la Crónica Municipal en el año 1983, con motivo del centenario de su natalicio.
En su escrito recordó que Manuel María por el lapso de varios lustros formó las juventudes de Santa Fe de Antioquia y del Occidente antioqueño; además, ”fue catedrático de reconocida autoridad en materias como francés, matemáticas y español, asignaturas por las cuales tomó especial predilección como alumno de los PP. Eudistas en el colegio-seminario de su ciudad natal.
De estampa ascética, pulcramente vestido de blanco y con los textos de sus cátedras portados junto al brazo, como fue costumbre en los educadores de otros tiempos, bien se recuerda que con su caminar pausado, este gran señor de la educación recorría en las horas señaladas la famosa Calle de la Amargura, de su casa al histórico edificio del seminario, y de éste a aquella, la misma en que falleció el 26 de enero de 1836, exactamente a los 53 años de edad.
Ese mismo día, dice uno de sus biógrafos, había recibido en su lecho de enfermo el anuncio telegráfico del gobierno nacional, donde se le reconocía su pensión”.
EL TORO MÚSICO Y POETA
Tan prolífera y polifacética fue la familia Toro Correa, que en su seno no podía faltar el artista, siendo Juan Clímaco, el poeta, el músico y hasta el periodista. La historia no registra fechas cronológicas de este personaje. Solo se sabe que su pasión era el periodismo, la literatura y la composición musical. De hecho en sus años mozos fundó en 1887 un periódico llamado El Estudio, que era una pequeña hoja que publicaba material literario, el cual dejó de existir el 5 de abril del año siguiente al llegar al número 24, como consecuencia de la lamentable muerte de su joven fundador, cuando apenas tenía 28 años.
Del editorial de la edición número uno extractamos estas palabras: “Procurar expansión a nuestro espíritu, estimular a nuestra juventud para que tome la senda del verdadero progreso y se forje, por medio de juiciosas lucubraciones, un porvenir risueño y halagador; aplaudir todo aquello que por la justicia del móvil que lo inspira sea digno de elogio; así mismo censurar todas aquellas acciones que en algún modo lleven el sello de la reprobación entre los ciudadanos honrados, respetando en todo caso la vida privada de las personas y la santidad del hogar; dar vigor a la sanción moral llevando por lema imparcialidad en la justicia: tales son los deseos que nos animan al hacer esta publicación”.
En cuanto al cultivo de las bellas artes y a su faceta como músico, se sabe que compuso varias marchas religiosas, entre ellas “El último adiós”, que se interpreta en cada Semana de la Ciudad Madre. No obstante, donde más se distinguió Juan Clímaco fue en el arte de la poesía, tanto que uno de sus poemas dedicados al Descubrimiento de América, fue altamente elogiado por el maestro de la crítica española, Don Marcelino Menéndez y Pelayo, por lo demás polígrafo e historiador de elevada alcurnia, y quien tuvo la oportunidad de conocer esa composición literaria, tal y como lo cuenta en su libro: “Escritores Autores de la Ciudad Madre” el fallecido historiador Samuel de J. Cano.
Aparte de ese poema, uno de sus escritos más célebres fue: “La novia del poeta”, inspirado ante el hecho luctuoso del fallecimiento de su único amor, la señorita Estefanía Robledo.
De este bello pero doloroso pasaje se narra una historia que resume el alma artística de Juan Clímaco. “Sucedió que él no quiso asistir al sepelio de su amada, pero se armó de valor y se sentó a ver pasar el entierro en la acera de lo que es hoy el Museo de Arte Religioso, cerca del parque de Santa Bárbara; eso motivó que en medio de su profunda tristeza, él se inspirara para escribir la marcha de “El último adiós” y el poema “La novia del poeta”, recuerda la señora Victoria Herrón Toro, hija de Inés Toro, sobrina de Juan Clímaco.
A propósito publicamos a continuación el poema ya citado.
“La tarde ya expiraba en el ocaso
su postrimera lumbre daba el sol.
Las auras murmuraban en mi oído
con gemebunda voz.Ayeres lejanos hasta mi llegaron
cual mensaje de un eterno adiós;
era que al mundo de los muertos iba
el ángel de mi amor.Oyese entonces en la vecina iglesia
de campanas tristísimo clamor;
luego un conjunto humilde de oraciones
y un féretro pasó.Hoy desde entonces para mi no hay dicha,
indiferente por el mundo voy;
fue que en aquella tarde desgraciada
murió mi corazón”.
EL TORO BOHEMIO Y BEBEDOR
Por último en esta saga familiar de varones ilustres y letrados, nos ocuparemos del más olvidado de todos: Juan Crisóstomo Toro Correa, un hombre y un nombre del que poco se tienen noticias, pues para algunos de sus descendientes fue la “vergüenza” y la oveja negra de la familia. De hecho no hay nada que lo recuerde, pues muchas de sus pertenencias fueron quemadas, inclusive sus fotos, por lo que no hay rastros de cómo era él físicamente.
De Juan Crisóstomo se dice que era el menor de los seis hermanos y el último de los que murió. Que siendo joven se fue para Bogotá a trabajar como telegrafista donde alcanzó a jubilarse. Alguien de su familia comentó que en parte se marchó para la fría capital, porque no quiso someterse a vivir al lado de sus hermanos religiosos. Ese oficio de telegrafista lo deja entrever el historiador Don Samuel de J. Cano también en su libro.
Escritores Autores de la Ciudad Madre”, cuando indica que: “Juan Crisóstomo fue servidor en los venideros años del Estado, en el ramo aún incipiente de las comunicaciones”.
Se cuenta que una vez alcanzó su jubilación, se regresó para su tierra nativa donde volvió a residir en la casa paterna, siendo el dolor de cabeza de algunas de sus sobrinas que no convenian con su comportamiento mundano y pagano, entre ellas la recordada maestra Carmen Toro.
“Muchas veces entraba a la casa en estado de alicoramiento, y era tal el alucinamiento, que tiraba su sombrero en la mitad del zaguán y empezaba a recitarle poemas. Cuando terminaba su declamación recogía el sombrero y les decía a sus sobrinas: ´me voy a dormir viejas amargadas…’ (viejas que no tenían más de 20 años), una frase despectiva dicha quizás por la reprimenda que le hacían debido a sus constantes borracheras”, relata Gilberto Torres Toro, quien hoy cuida el inmenso caserón de su familia que tiene entrada, tanto por la Calle del Medio, como por la de La Amargura.
Recuerda su sobrina Lucía Toro, (con algo de cariño y humor), que para fastidiarlas pasaba por el comedor de la casa con una vacenilla llena de excremento fresco rumbo al baño, justo cuando estaban almorzando. No faltaron tampoco las travesuras y las pilatunas que le hacían los más pequeños como Guillermo Ferrer Toro, (el nieto de uno de sus hermanos) que cuando llegaba muy ebrio a la casa, esperaba a que éste se durmiera en la hamaca donde dejaba caer algunas monedas del bolsillo del pantalón; resulta que en una de esas no se durmió lo suficiente, y cuando el niño de manera sigilosa recogía los centavos, se despertó, cogió la vacenilla y lo alcanzó a pringar con los orines.
Como buen bohemio y mamador de gallo, en ocasiones hacía gala de un humor sarcástico que despertaba toda clase de recelos. Una vez conversaba en su pieza con su gran amigo y confidente Aristides Sepúlveda, a quien le oyeron decir: “…Hombre Aristides, conseguite una moza y me la prestás a ratos”, palabras que mortificaban y ofendían aquel hogar que siempre se caracterizó por guardar la moral y las buenas costumbres.
Por eso era comprensible que a ese tío solterón, parrandero y bebedor, sus sobrinas, y en general su familia no lo mirara con buenos ojos, sentimiento que expresaban con frases como: “Que pereza y que horror ese hombre…”
Hasta tal extremo llegó la animadversión, que una de sus sobrinas selló las puertas que daban al patio y al interior de la casa, por lo que Juan Crisóstomo solo podía ingresar y salir de su pieza por la puerta que daba hacia la calle de La Amargura.
Pero como dicen por ahí que “mala hierba no muere”, Juan Crisóstomo se dio el lujo de ser el último de los Toro Correa que dejó este mundo aproximadamente a los 80 años, una muerte que lo cogió solo y en suelo extraño, pues se sabe que una mañana se fue para Medellín a cobrar su pensión, como lo hacía cada mes, para nunca más volver.
Cuentan que cobraba su mesada en la oficina de su amigo y paisano Bautista Londoño, el famoso “Tista”, quien extrañado por su ausencia y ante la preocupación de algunos familiares en Santa Fe de Antioquia, se dio a la tarea de averiguar sobre su suerte. El desenlace los dejaría fríos: Juan Crisóstomo había muerto solo y enfermo en el hospital San Vicente de Paul, víctima de una neumonía, según la partida de defunción que logró conseguir Don “Tista”, luego de andar por clínicas y hospitales de Medellín. Pero lo más triste fue que su familia se vino a enterar tres meses después del suceso, cuando ya estaba enterrado.
Hoy de su memoria solo quedan vagos recuerdos entre algunos sobrinos de su tercera generación, pues ni fotos quedaron de él en los álbumes familiares, pues fue el tío del que nadie quería saber ni hablar.
Sin embargo como el linaje pagano no se pierde en toda familia, algunos de sus descendientes que gustan de la juerga, bautizaron un salón de la gran casona familiar con el nombre de Juan Crisóstomo Toro Correa, nombre que aparece en un aviso hecho en baldosín que está empotrado en una de las paredes del salón, donde en las temporadas de asueto, la gran familia Toro se reúne a tertuliar y serenatear, y de paso honrar y recordar a quien fuera el Toro fiestero.
Como una última contradicción del destino, cabe recordar que el nombre de Juan Crisóstomo fue puesto por sus padres Manuel Antonio Toro y Feliciana Correa, a lo mejor con la intención de que su hijo fuera también un hombre de Dios, teniendo en cuenta que “Juan Crisóstomo” o “Juan de Antioquía”, fue un clérigo cristiano eminente y Obispo griego del impero bizantino, patriarca de Constantinopla, y considerado por la Iglesia católica como uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia del Oriente, un Obispo que tomó el nombre de Crisóstomo (que significa «boca de oro»), por su excepcional elocuencia, ya que fue considerado el máximo orador de la Iglesia antigua.
En este caso, este Juan Crisóstomo Toro Correa de la ciudad de Antioquia, Antioquia, no se distinguió propiamente por su boca de oro para la oratoria, como sí por su boca para las copas.
Sea lo que haya sido, de ningún modo este controvertido personaje le quita méritos a este respetado y admirado núcleo familiar, que a principios del siglo pasado le dio tanto lustre y méritos eclesiales y culturales a la ciudad del Tonusco.