“Que sería de toda aquella fiesta sin las campanas. Ellas lo irían a ser todo: el aplauso metálico, la sinfonía de plata y las palomas sonoras”.
José Robledo Ortiz.
Dicen que las campanas son la voz de Dios, porque de ellas sale el eco que despierta, llama y guía a los cuatro vientos a los parroquianos hacia los diferentes ritos y oficios religiosos que tiene la iglesia Católica.
Por fortuna en la ciudad de Antioquia, que aún tiene aire de pueblo en su ambiente y paisajes, el redoblar del bronce se escucha en su centro histórico y en sus barrios periféricos, más no en las montañas de las cordilleras central y occidental que nos circundan, pues la ronca voz de la campana mayor que a tantos viajeros hizo devolver por la nostalgia, ya es historia patria tras su tajadura a mediados del siglo pasado por haber abusado de sus toques como más adelante se describirá en este escrito.
Santa Fe de Antioquia, sede de la Arquidiócesis que sirve a todo el Occidente antioqueño, cuenta en sus siete templos con campanas y campanitas que se encargan de notificarles a los parroquianos la celebración de cada uno de los ritos y oficios religiosos.
Sin duda, las voces de las campanas, fomentan las relaciones espirituales y nos ayudan sobrenaturalmente recordándonos aquella festividad que se conmemora o aquella función religiosa que va a celebrarse; excitan en nosotros sentimiento de tristeza, si doblan a muertos, o nos dan alegría, si sus repiques recuerdan alguna efemérides célebre o algún acontecimiento que no debe pasar desapercibido, o incluso, nos dan a veces la señal de alarma, por algún peligro que se cierne sobre nosotros.
ALGO DE HISTORIA
Las campanas, desde tiempos inmemoriales han hecho parte del culto del hombre. Las campanas, ya conocidas de los pueblos egipcios y asiáticos en forma de campanillas y usadas también por los griegos y los romanos, fueron adoptadas por la Iglesia católica para convocar a los fieles por lo menos desde el siglo V. Los romanos les dieron el nombre de tintinábula y los cristianos las llamaron signum porque servían para señalar o avisar la hora de las reuniones. Pero ya en el siglo VII, si no antes, se llamaban «campanas», como consta por escritores de la época. En aquellos primeros siglos, debieron ser las campanas de reducido tamaño, según parece por las que han llegado hasta nosotros y por ciertas referencias de los historiadores. Pero fueron aumentando de tamaño sucesivamente hasta que en el siglo XIII se fundieron de grandes dimensiones, verdaderamente colosales desde el siglo XVI. La materia prima de las campanas ha sido casi siempre el bronce, aunque admitiendo diferentes aleaciones según las épocas y las naciones. También se ha usado el hierro y para campanillas, el oro y la plata.
Según lo explica Abel Chiva Mañes del Blog Las Alcublas*, “La sonoridad de las campanas depende de la mezcla de sus metales, que debe estar constituida por un bronce compuesto de cobre con un 25% de estaño. Como el bronce se oxida, toda campana de más de diez años de fundida presenta el conocido color oscuro.
Se atribuye el nombre de las campanas a la Campania de Italia, por haberse empezado a fundir allí las campanas más grandes y de mayor calidad en bronce. En la época de los romanos, indicaban la apertura del mercado y la hora de los baños; avisaban el paso de los criminales al suplicio, la aproximación de un eclipse y otros acontecimientos.
Además, se colgaban en el cuello de las bestias como amuleto para ahuyentar a los lobos. Durante los años 604 a 606, se mandó que en todas las iglesias católicas se colocaran campanas que tocaran en los Divinos Oficios, misas solemnes y festividades.
Los Concilios celebrados en el Siglo XVI prohibieron que las campanas se destinaran a otros usos que no fueran religiosos, pero se dispensó de tal prohibición en casos de utilidad pública, anunciando fuego, mal tiempo y otras emergencias.
Al crecer el número de campanas y el volumen de las mismas, se vio la necesidad de construir torres para colocarlas debidamente y que su sonoridad pudiera esparcirse más.
Una disposición canónica dice que las catedrales deben tener cinco o más campanas; las parroquias, dos o tres; y las iglesias de órdenes mendicantes u oratorios particulares, una.
Las campanas son propiedad de las iglesias, cualesquiera que sean sus donadores, más aun si han recibido la consagración episcopal, que las convierte en cosas eclesiásticas. Antes de dedicar las campanas al culto, la Iglesia acostumbra bendecirlas con un rito especial.
No es cualquier cosa tocar una campana, ni es fácil su manejo. Repicar las campanas, doblarlas al viento y hacerlas cantar es, más que un oficio, un arte. En los días Jueves Santo y Viernes Santo, las campanas enmudecen. Para señalar los actos del culto, se usa la carraca o matraca, una rueda de madera que, al dar vuelta, resuena produciendo un chirrido seco y extraño, que no obstante se percibe a bastante distancia.
Como instrumento musical, las campanas han estado asociadas a la señalización del tiempo desde el Siglo XVI. Son incontables los ejemplos que se conservan de campanas acopladas a relojes para marcar las horas.
En el Siglo XVII empezaron a hacerse esfuerzos para afinar las campanas que formarían parte de un conjunto armónico o de carillón, con el fin de que tuvieran un tono reconocible. El ajuste podía hacerse variando el espesor del metal.
LOS TOQUES DE HOY EN LA CIUDAD
Hay que decir con toda claridad meridiana, que las campanas y los campaneros de hoy tienen menos trabajo que antes, según se colige de los toques que hoy en día salen de los campanarios de la ciudad de Antioquia.
No solo por decisión del Concilio Vaticano II que abolió algunas prácticas religiosas consideradas arcaicas, sino por determinación de los nuevos jerarcas que han regido nuestra Arquidiócesis en los últimos tiempos.
Es el caso de las Canónicas, que era el toque del oficio de vísperas del capítulo catedralicio, a las 5 de la tarde. El repique de campanas que recordaba a los canónigos y al clero difuntos, a las 8 de la noche. Las 45 campanadas para la oración de las Completas y la Retirada al lecho de sueños a las 9 de la noche. Ello sin contar el toque de la cuaresma que se hacía durante 40 días, empezando desde el miércoles de ceniza, y terminando el jueves santo, luego de lo cual las campanas volvían a repicar con toda fuerza y alegría el sábado santo en la noche cuando en la misa llamada de gallo se cantaba gloria.
No obstante hay toques que pese al paso del tiempo persisten como costumbre muy arraigada dentro de los ritos católicos. Tal es el caso del toque del Alba, el Angelus o Avemarías que se toca diariamente a las 6:00 a.m., a las 12 meridiano, y a las 6:00 p.m. Como se recuerda este toque se escucha todas las mañanas con la finalidad de que la gente comience sus tareas. El modo en que se tocan es de 10 a 15 toques de campana. Al medio día tiene la finalidad de que la gente sepa que a las 12 se parte el día. La forma en que se toca es de 10 a 15 toques de campana. Y por la noche las campanas suenan a las 9 ordenando el descanso de los parroquianos.
De este rito diario que le da sonoridad a nuestra ciudad, obviamente están los campanas que llaman a la misa, que por lo regular son de 15 a 20 toques. Se toca tres veces dejando un espacio corto de tiempo entre cada toque o señal. La primera señal sirve para que la gente comience a ataviarse, el segundo para empezar a dirigirse hacia la iglesia; y la tercera señal para comenzar la eucaristía.
Igualmente hay otros toques que se siguen empleando, los cuales se diferencian según el acontecimiento, sobre todo si es fiesta, luto o tragedia.
Por ejemplo los toques festivos se dan especialmente en la Pascua, navidad, Pentecostés, la Fiesta de San Pedro y San Pablo, el Sagrado Corazón de Jesús y la fiesta de la Inmaculada Concepción, a cuya advocación está consagrada nuestra Catedral Basílica.
Igualmente están los toques fúnebres y de sirena que es cuando hay alguna emergencia como incendios o inundaciones, al igual que el toque de tormenta que se tocaba cuando había una tormenta mala con el fin de que ésta se disipara. El modo en que se tocaba era media vuelta de campana.
En la actualidad la Catedral Basílica Metropolitana cuenta con cinco campanas, tres grandes y dos pequeñas. Entre las grandes está aún la histórica campana mayor que hoy llaman la muda, porque aparte de que está rajada, no cuenta con el mazo para ponerla a sonar. Esa fue la que antaño se escuchaba desde lo alto de las cordilleras central y occidental, donde está parajes tan distantes como Palmitas, Horizontes u Obregón.
Esa campana fue sustituida para los oficios por una campaña mediana que es la que hoy toca el Angelus o Avemaría.
En el templo de Santa Bárbara hay 4 campanas, dos grandes y dos chicas; en Jesús, dos campanas pequeñas, y en la Chinca dos, una grande y una campanita.
OTROS TOQUES DE CAMPANA
Alrededor del mundo católico, también se tiene registro de los siguientes toques que hoy siguen sonando en pueblos de América como España, México, Colombia, Perú y Argentina, y en algunos de buena parte de la Europa Occidental, donde se ha conservado mucho de la herencia religiosa del catolicismo.
- TOQUE DEL ROSARIO. Se tocaba todos los domingos y días festivos para que la gente acudiera al rosario. El modo en que tocaban era alrededor de 5 a 10 toques de campana.
- TOQUE DE LAS ORACIONES. Se tocaba todos los días del año con la finalidad de indicar el fin del día. La manera en que se tocaba en esta
- TOQUE DE VÍSPERAS. Se tocaba el día anterior de las fiestas señaladas, el toque se realizaba por la tarde. Este toque de campana señalaba que el día siguiente era fiesta. El modo en que se tocaban era alrededor de 10 a 15 toques de campana. En alguna de estas fiestas que se guardaban se hacía los toques de campana por la mañana para avisar a la gente que tenía que dejar las tareas que estaban realizando, ya que había castigo con multa por la falta de asistencia.
- TOQUE DE FIESTA. Se tocaba los días de fiesta para que la gente supiera que era fiesta. El modo en que se tocaban era voleando las campanas varias veces.
- TOQUE DE ARREBATO O DE FUEGO: Sólo con la campana pequeña o “tanganillo” y a buen ritmo y sin parar durante mucho tiempo (10 ó 15 minutos) hasta que la gente acudía al lugar del siniestro, que normalmente era fuego.
- TOQUES DE TORMENTA. Se tocaba cuando había una tormenta mala con el fin de que la tormenta se disipara. El modo en que se tocaba era media vuelta de campana.
- TOQUE A PERDIDO. Se tocaba en días de mucha niebla o noche muy oscura y en la que alguno de los habitantes no hubiera vuelto a casa. Los toques de campanas orientaban a esa persona para llegar al pueblo.
- TOQUE DE CLAMORES. Se tocaba cada vez que había un difunto con la finalidad de que la gente se enterara. La manera en que se tocaba en esta ocasión era con toques lentos y bastante largos. Existían diferentes toques si el difunto era hombre o mujer.
- TOQUE DE DIFUNTOS: Se tocaban el día del fallecimiento, anterior al del entierro. La primera señal se tocaba antes de la misa primera del día si el muerto había fallecido por la noche. Si fallecía entre las 7 de la mañana y las 12 del mediodía, el señal era después del Ángelus. Si fallecía después del mediodía, el señal se tocaba después del Ave María.
- ENTIERRO ORDINARIO (TOCAR A MUERTOS): Toque impulsado por cuerda a dos campanas. Al final dos toques si era mujer y tres toques si era hombre indicaban el sexo del fallecido. Al entierro iban el cura y el sacristán (Con capa uno, y con roquete el otro) a la casa y regresaban con el muerto a la iglesia donde nunca se hacía misa en el entierro. Al día siguiente se hacía la misa de funeral.
- TOQUE DE ÁNGEL: Cuando moría un menor de siete años (antes de tomar la comunión), se procedía con este toque. Las dos campanas pequeñas y una mayor velocidad en la secuencia era lo que distinguía el toque de ángel. Como en los adultos, 3 y 2 toques si el párvulo muerto era niño o niña.
CAMPANEROS FAMOSOS
Campaneros famosos que a lo largo de los siglos se cuentan por montones, gentes humildes que consagraron su trabajo al servicio de la iglesia, unos por un tiempo, y otros durante toda su vida. Valga decir que la mayoría combinaron su oficio de campanero con el de sacristán en los diferentes oficios religiosos.
Del siglo pasado, muchos recuerdan a Don Ángel Martínez en la Chinca, Eugenio Martínez “Caquica” y José Martínez en Santa Bárbara, Juan Aguirre en Jesús de Nazaret, Pedro Guillermo Ortiz Londoño y José de la Paz Guzmán, más conocido como “Bartolo”, el eterno campanero de la catedral. Cuenta Libia Virginia Martínez que era un personaje extraño y misterioso de piel oscura y cabeza blanca, que vestía casi siempre de camisa blanca y pantalón, chaleco y saco negro, atuendo que combinaba con un reloj de cadena que se terciaba en la cadera. Recuerda de niña que su semblante era tan fantasmal, que su Madre Maruja Paten la amenazaba con encerrarla en la torre de la catedral al lado de Bartolo, si no le hacía caso.
En la catedral también hicieron historia Don Belisario Ortiz, su hijo Juan Eudes Ortiz y José Reyes Palacio.
En la actualidad, y gracias a las enseñanzas del inolvidable Padre Benjamín Pardo Londoño, oficia como campanero mayor el señor Giovany Quiroz Rivera, quien se sabe de memoria los secretos que guardan los bronces de nuestra gran mole catedralicia, por ejemplo el bautizo que le hizo el padre Benjamin Pardo Londoño a las dos campanas grandes que hay en la torre de la catedral (excepto la campana mayor que fue averiada), quien para que Giovanny las identifica fácilmente, le puso la que está al costado occidental de la torre, la campana del Almacén Suyo, y la que da de frente al parque principal que es con la que se toca el Avemaría, la campana de la plaza.
EL CAMPANERO JOSE BARTOLO
Pero quizás el campanero más famoso que tuvo la Ciudad Madre en la primera mitad del siglo XX fue Don José de la Paz Guzmán, más conocido como “Bartolo”, una especie de Quasimodo, el célebre jorobado de la catedral de Notre Dame o Nuestra Señora de París, personaje de una de las novelas del gran Víctor Hugo.
José Robledo Ortiz, hermano del poeta de la raza, (Q.E.P.D) en un artículo publicado en 1963 en el Álbum de Oro de la Independencia de Antioquia y titulado: “El Campanero”, narra la trágica muerte de “José Bartolo”.
El popular Joselín relata en un lenguaje poético ese nefasto episodio:
”Tan enjuto, tan sarmentoso, que cuando en las grandes festividades echaba a vuelo las campanas, parecía una prolongación de los rejos litúrgicos. La célibe torre y el campanario eran su biografía. Más de medio siglo entre toques fúnebres y alegres, enmarcaban su existencia. Desde el lado opuesto de la Basílica la contemplaba con fruición. Y la veía hermosa en su magnificencia. Se robaba el paisaje aquella solitaria torre. Y se le antojaba, contra el azul inigualable, a manera de un gigantesco dedo que señalara a los mortales el camino de la inmortalidad.
Fechas importantes enjoyaban la memoria del Campanero. Pero la que fungía como un diamante; la que valorizaba el estuche de sus recuerdos, era aquella de la traída de las Bulas Papales. El Pastor Inolvidable; Monseñor El Dulce; Aquel de quiera alguien dijo que “contagiaba de armiño los ornamentos sacramentales”; había conseguido la restauración de la Diócesis. Y fue la llegada de aquellas Bulas la que sacudió de emoción a aquél badajo humano. Y la que marcó también su trágico destino.
De Roma vino la buena nueva: el propio Monseñor haría entrada triunfal cortando las Bulas. Desde aquel instante la ciudad se convirtió en un gigantesco Cascabel. Y las gentes adquirieron de súbito una conciencia casi milagrosa. Tocada por el infinito. Era como si Monseñor no fuera barro pasional. Más bien mensajero cuasidivino. Portador de un presente de salvación. Las casas vistieron su cal más luminosa. Y los ahorros afloraron en prendas de lujo. La rancia abuela endomingaba a toda su descendencia para recibir al Envinado. Y el día Único se aproximaba.
El Campanero se sentía el eje de aquel acontecimiento. Una especie de protagonista predestinado. La víspera estuvo nervioso, inquieto. Subió varias veces a la torre. Acariciaba las campanas, les decía secretos. Les prodigaba besos y pensaba… que sería de toda aquella fiesta sin las campanas. Ellas los irían a ser todo: el aplauso metálico, la sinfonía de plata, las palomas sonoras y una dicha ultraterrena le ponían en los ojos unas lágrimas tan sinceras que creyó que el alma se le estaba licuando.
Y la fecha llegó. Ni el mismo Nápoles se ha estrenado jamás un día tan radiante. Como mina inagotable el sol colmó de una luz esterlina todo el ambiente. Hablaba la luz. Cantaba la luz. En su lenguaje de oro se unía al júbilo multitudinario. Y apareció el Pastor con el Decreto Pontificio ¡Qué grandioso estaba Monseñor en su edificante sencillez! Rememoraba, en cierta forma el paisaje bíblico de Moisés con el decálogo. Emanaba bondad. Era una vivida definición del cielo.
Y llegó también para el Campanero su hora suprema. Antes de asirse a los rejos, rompió un pote de perfume finísimo que había que había adquirido para la ocasión. Y bañó sus manos con él. Era una ceremonia hierática. Observado en aquellos momentos creaba la impresión de un oficiante misterioso. Y ungidos ya aquellos huesudos miembros, tomó con ellos los lazos y comenzó el rito sonoro. Una cascada fresca y cantarina fue desprendiéndose de la torre. Y todo lo fue inundando de música: los oídos, las conciencias, los corazones que también respondían con sus repiques de sangre. La Torre se convirtió en afluente cristalino de los ríos familiares e impregnó sus aguas de una sustancia mística. Como el legendario Nilo, aquellos ríos embalsamaron sus cauces con una corriente nueva y sagrada. Quizás ni el propio de Debussy, en su “Catedral Sumergida”, consiguió las notas que aquel Campanero le imprimió a las campanas de la añeja ciudad.
Y fueron los minutos. Y fueron las horas. El Campanero ignoraba su sudor y su jadeo. Ahí estaba su osamenta como un rejo más moviéndose frenéticamente. Mecánicamente. Pero su espíritu estaba viajando con el sonido de las campanas. Desprendido del tiempo y del espacio, se diluía en resonancias. Y por los lazos le bajaba un mensaje saturado de voces divinas. Cuando la carne reclamó a gritos sus derechos, violentados por el esfuerzo descomunal, el Campanero cayó desmayado, todavía prendido a uno de los rejos.
Fue largo el desmayo. Por entre brumas la conciencia fue recobrando su sitio de claridad. En ese instante preciso comprendió el Campanero que ya no podía dejar de serlo. Aquellos rejos eran como un cordón umbilical que le transmitían savia de vida eterna. Y se juró no dejar operar los aparatos eléctricos que irían a instalar para que el campanario funcionara automáticamente.
La civilización es fragua y holocausto. En sus crepitantes hornos se forjan las maravillas increíbles del progreso. Pero también se hacen pavesas pequeños tesoros de los espíritus simples. No cuenta en los cálculos de los genios matemáticos un Campanero de aldea. La automatización, con sus monstruosos cerebros electrónicos, revela las neuromas y licencia brazos y almas. Fríamente toma posiciones y desplaza los hombres que se repliegan vencidos.
A aquella lejana población llegó también la fiebre del progreso. Y subió por la torre como el mercurio de un termómetro. Los ingenieros contratados ya habían tomado medidas, ángulos, tiempos. Él los había visto desbrozar planos ininteligibles. En una de aquellas ocasiones sintió ganas de estrangularlos cuando los oyó burlarse de los rejos, los consideraban anacrónicos, antihigiénicos. Ignoraban ellos que esos rejos estaban untados de 50 años de su vida. Que eran su retorcida historia sentimental.
Tal como el Campanero lo presentía con amargura, los técnicos automatizaron el sistema. Cuando cortaron los rejos le pareció que le cortaban las alas de su alma. Lleno de llanto los recogió como a miembros mútilos de un ser querido. Y de ahí en adelante una sola idea obsedía su cerebro; destruir las instalaciones antes de que fueran inauguradas.
Desazón inmensa colmó de insomnio aquella noche. El sistema nervioso del Campanero estaba al rojo vivo. Se miraba las manos crispadas, huérfanas de sus lazos, y se le aparecían como bocas deformes, retorcidas, burlescas. Ya el equilibrio mental estaba roto. Y fue en ese instante cuando la decisión cuajó su inquietante madurez.
Resueltamente subió al campanario. Ignorante, como un niño, del peligro de las altas tensiones, el Campanero se fue derecho al punto que consideró clave. Y atrevido introdujo la mano. Una descarga eléctrica fustigó como un fuetazo toda la masa interna de su cráneo. La endeble contextura voló por los ventanales de la torre y sobre el piso de cemento la cabeza fue polvo, sangre, horror. Simultáneamente el campanario lloró un doble tristísimo e inexplicable.
¡Adiós mi Campanero. Ya tu corazón, mínima campanilla de carne, no sonará más en la torre de tu pecho. Que aquél para quien hiciste danzar durante tanto tiempo las bailarinas de metal, te tenga en su Patria Celeste. Y te regale una Catedral de nubes. Y unos rejos santificados. Y las campanas que tañen las melodías que hacen llorar de gozo a los Bienaventurados!
LA CAMPANA MAYOR DE LA BASÍLICA
Otro pasaje de las campanas en la ciudad de Antioquia, lo cuenta el Padre Antonio María Palacio, en su libro “Crónicas por un Cura Paisa”, en especial la importancia que tuvo la campana mayor de la Basílica de Antioquia: “La torre de la Catedral Basílica de Santa Fe Antioquia, tuvo una campana, la campana mayor; los tañidos de su poderosa voz se oyeron en los valles y en las cordilleras de las montañas; oyeron su poderoso retumbo, pueblos situados a muchas leguas de distancia, la oyeron en Sopetrán, Olaya, Llanadas, Horizontes, Liborina, San Jerónimo, Giraldo, Ebéjico y Palmitas. Los antioqueños vivían enamorados de su Campana; ella repicaba alegre en las solemnidades de las fiestas religiosas; retumbaba recio, lúgubre y pausada en los días de duelo, y su tono era rápido, agitado y convulsivo en las horas de calamidad o de peligro; para los antioqueños esa Campana era como su corazón y su vida.
Cuentan los viejos que en una ocasión, un antioqueño joven, sintió un día hervir en sus venas un vehemente deseo de irse a conocer tierras lejanas y correr aventuras; sus amigos y familiares procuraron disuadirlo, pero todo fue en vano, porque un día, calzó cotizas, tercio al cuadril izquierdo peinilla de 22 pulgadas y 25 ramales, acomodó en un maletero una muda de ropa, echó unos pesos en su carriel, empuñó un guasco con perrero envuelto, se encasquetó un sombrero de caña con pedrada en el ala frontal, se amarró al cuello un pañuelo rabuegallo, se echó un poncho al hombro y muy de madrugada salió camino de Medellín; su intención era pasar por Medellín y seguir a radicarse en el Cauca Arriba, que era el lugar donde, en aquellos tiempos se iban los hombres.
Sudoroso llegó el hombre a la población de Palmitas y se sentó en una piedra a descansar un poco; eran las 12 del día y en ese momento el aire le llevó los inconfundibles sones de la Campana Mayor de Antioquia que en ese momento tocaba El Ángelus. Al oír desde tan lejos ese tañido tan conocido y querido para él, sintió una conmoción tan fuerte que le sacudió hasta el alma, y se dijo: “¡no me voy nada”, me devuelvo para Antioquia, porque estoy seguro que en ninguna otra parte del mundo volveré a oír sonar campanadas como las de la Campana Mayor de Antioquia; se devolvió y llegó a Antioquia esa misma noche, y allí permaneció, hasta que murió, ya de viejo, pero arrullado por los retumbos sonoros y profundos de la Campana Mayor.
Aconteció que el día 29 de enero de 1915, la Santa Sede creó la Diócesis de Jericó, desmembrando su territorio de la Diócesis de Antioquia, la cual, por esa sustracción quedó económicamente incongrua para su subsistencia, pues a la de Antioquia sólo le dejaron cinco parroquias a saber: Buriticá, Giraldo, Caicedo, Anzá y Santa Fe de Antioquia, todas ellas muy pobres; para subsanar ese mal, la Santa Sede ordenó que las dos Diócesis permanecieran unidas a fin de que se ayudaron mutuamente y la de Antioquia pudiera subsistir, pues era la más pobre; pero resultó que madre e hija no se pudieron avenir, durante muchos años tuvieron muchas desavenencias y grandes amarguras.
Monseñor Francisco Cristóbal Toro, que fue nombrado Pastor y Padre de las dos Diócesis, sufría a la par que ellas, y para ver cómo lograba independizar a la de Antioquia, que era la más pobre y la que más sufría, elevó oraciones al Cielo, y repetidas súplicas a la Santa Sede, pidiendo la separación, de las dos Diócesis.
Pasaron muchos años en los cuales Monseñor Toro hizo varios viajes a la Santa Sede a suplicar la separación, pero ella siempre le dilataba lo que anhelaba. Al fin el cielo escuchó sus clamores, porque, después de 26 años de oraciones de súplicas, de la Santa Sede en el mes de julio de 1941, se recibió en Santa Fe de Antioquia la grata noticia de la separación de las Diócesis de Antioquia y Jericó; y además se le agregaba a la de Antioquia los territorios de lo que había sido la prefectura de Urabá.
La alegría que esa noticia produjo en el Señor Toro, en el Clero y en los antioqueños fue tal, que algunos de ellos enloquecidos de alegría y entusiasmo, se abalanzaron a la torre de la Catedral, y a esa Campana Mayor la hicieron sonar tan fuerte y tan prolongado, que la Campana ya no pudiendo más, abrió su vientre, y una rajadura de 2 centímetros de ancho, y larga, desde el borde hasta la mitad, lo que le hizo perder el 50% de su poder sonoro.
La Campana, aun así maltrecha, siguió prestando servicio por muchos años, aunque muy deficiente, hasta que llegó la noche del 14 de abril de 1970, en que un pavoroso incendio se produjo en la Iglesia de Santa Bárbara y amenazaba con reducir a cenizas a aquella Iglesia Colonial, la más antigua de Santa Fe de Antioquia y la más querida de los antioqueños.
Ante la noticia del incendio en Santa Bárbara, algunos antioqueños se fueron a la torre, y para pedir ayuda a las gentes, se agarraron de la mutilada campana mayor y le dieron tan fuerte tan rápido y prolongado, que llegó el momento en que no pudiendo resistir más, estalló la Campana, perdió la voz, quedó muda, quedó muerta; y desde ese año, 1970, no suena, porque esa Campana ya es un cadáver que cuelga en la torre y en el mismo sitio, desde que en otros tiempos dejó oír sus poderosos retumbos; ya no los da, porque es un cadáver; el cadáver de la Campana Mayor.
La pérdida de esa Campana ha sido muy sensible e irremediable, porque la Diócesis de Antioquia es tan pobre que a duras penas, y con mucho esfuerzo logra reunir algún dinero para atender a gastos que son inaplazables, y por eso no tiene ni tendrá en el futuro posibilidad de reemplazar el cadáver por otra nueva.
Quiera Dios que algún turista nacional o extranjero o algún hijo rico de la ciudad de Antioquia, o alguna de las empresas comerciales que las hay en Medellín, destinara una parte de sus crecidos dividendos a regalar esa Campana para gloria de Dios y alegría de los antioqueños; Dios le recompensaría, y las generaciones antioqueñas tanto presentes como futuras lo agradecerían”.
EL TOQUE DEL ANGELUS
Si bien ya anteriormente se reseñó el famoso toque del Angelus, es bueno recordar como la inolvidable maestra de generaciones, Merceditas Gómez Martínez, lo describió al detalle en una columna de prensa publicada en el periódico El Colombiano en noviembre de 1964, la cual tituló: “Cosas que se acaban”. En ese escrito Merceditas rememoraba ese toque así: “Antes, todavía no hace muchos años, no hace mucho tiempo, había un profundo respeto y un amor profundo por las cosas religiosas y por las costumbres piadosas. Era algo que se imponía, algo que emocionaba, algo que llegaba al alma, porque del alma salía.
Y era esto: a las seis de la tarde, como ya había pasado las doce del día, sonaba el Ángelus en todas las iglesias, haciéndole coro al de la Catedral. Ya no. Apenas se oyen las campanas de la Catedral. Y antes cuando se oían esas campanadas lentas y timbradas del Avemaría, todo se paralizaba, todos los ruidos cesaban, las conversaciones quedaban en la mitad de una palabra, los sombreros se quitaban, (antes los hombres se ponían sombrero) y la gente no seguía caminando. Se quedaba clavada donde el toque la cogía.
Sin respeto humano, sin miedo al qué dirán. Y se oía en la calle esta oración: “El Ángel del Señor anunció a María…” Y no solamente en la ciudad sino en los campos vecinos, los trabajadores clavaban su azada o su pala en la tierra, levantaban el cuerpo rendido de fatiga y sentían descanso en el cuerpo y en el alma.
Era una cosa linda el Ángelus de antes. Millet lo inmortalizó con su famoso cuadro, en que dos segadores, hombre y mujer, suspendida la tarea, rezan el Ángelus. Ahora ya no. Las campanadas del Ángelus pasan desapercibidas para todo el mundo. El andar no se suspende, y los pocos que usan sombrero permanecen con él puesto. Ya no se reza el Avemaría. Hay mucho de qué hablar, mucha música que oír. Y así era cuando en la Basílica sonaban las campanas de la elevación en la Misa Capitular, el mercado de los sábados se paralizaba. Se sentía el vuelo de una mosca. Era un silencio que se oía. Cuando terminaban, se sentía el ruido de todas las voces juntas, un estruendo que parecía, al decir de Germán Martínez Ferrer, como volar de tórtolas. También eso se acabó. Se pierde mucho tiempo con esa interrupción. La gente sigue andando, las conversaciones no se suspenden y las ventas siguen. Oh, los dichosos tiempos modernos!!”.
EN LA ORACIÓN DE LA CATEDRAL
Una de las descripciones más bellas que se haya hecho sobre el sonar de los bronces en la ciudad de Antioquia la cuenta Fernando Gómez Martínez en su célebre Oración a la Catedral. A la letra dice: “¿No son ellas (las campanas) las voz de la ciudad, dulce y sabrosa, acariciadora y maternal? Por mi puedo decir que si escuchara por las ondas del radio, el rumor de estas campanas de la catedral, su amable son provocaría inefables recuerdos. Y dondequiera que me hallase, no importa la distancia ni el tiempo de ausencia, las reconocería al punto. La pequeña inicia el repique con su retintín agudo y su canto de jilguero. La segunda y la tercera entran al coro francas y sonoras como a un animado parloteo. Tiene alto vigor la cuarta y esparce notas recias y timbradas. Y cuando entra la quinta, la hermana mayor, siempre la última, de voz llena y profunda, sus vibraciones largas son como una tela en que bordan su música las otras. Yo las he oído en la media noche, alegres y juguetonas, anunciando las grandes festividades. Las he escuchado doblar, gemebundas, graves y solemnes, en las horas de infortunio. Y cuando el incendio asoma sus lenguas siniestras sobre los techos tutelares, las he sentido llamar, angustiadas y convulsas. Las escuché también un día enojadas y violentas, como tambor de guerra, llamando a somatén.
Mirad: sobre las landas de la vega, junto al río, en la ladera de las lomas, inclinarse los labriegos sobre los surcos que humedece el sudor. Apenas se escucha en torno el rumor del agua que rueda entre las piedras, o el canto de los pájaros, o la cuerda incansable de las cigarras. Pero de pronto una melodía distante entremezcla sus notas. Son las campanas de la catedral. Los labriegos levantan el busto, apoyan las manos en el cabo de la azada y escuchan. No tiene más vida, ni más realidad el cuadro de Millet, que éste de la campiña Antioqueña.
CAMPANADAS DE ROBLEDO ORTIZ
Es imprescindible anotar también, que las campanas y los campanarios por ejemplo es una temática recurrente en la poesía del gran vate santafereño Jorge Robledo Ortiz. Es sino citar algunos de sus poemas para constatarlo. Recordemos algunos de ellos: Poema Raíces de la Raza: “Y cuando la campana desgrane sobre el aire su elevada mazorca de trinos y de rezos, tomando de la mano mi ancestro y mis recuerdos entraré a las iglesias que me enseñó mi padre”.
Poema Sangre de Clavellina: “Voy a pulsar tu risa “golosa” en el aire para que el campanario juegue con las campanas.
Poema Mi Catedral: “Doce Obispos regando la semilla de Pedro; el Angelus borrando nueve gotas de sol y un campanario humilde usando de pañuelo una hilacha de nube que el viento remendó”.
Siquiera se murieron los abuelos: “Hubo una Antioquia donde la alegría retozaba en los ojos infantiles, un pueblo que creía en las campanas, de las torres humildes y respetaba el grito de la sangre y la virginidad de los aljibes.
Poema Tierra Bendita: “Ya en el campo no cantan, de noche los labriegos, ni el Angelus le trae su paz a las campanas.
Poema Pesadumbre: “Seis de la tarde, las campanas muelen su grano de oración. Como una fruta de silencio cae la noche al corazón.
Finalmente en el himno de la raza, escrito por nuestro gran vate santafereño, las campanas no podían estar ausentes, ya que cierra el himno con la conocida estrofa: “El vuelo de tus campanas, y el mástil de la palmera, hilaron nuestra bandera en la rueca de tus canas.
In memoriam de “Caquica”
Quiero terminar este trabajo haciéndole un homenaje post mortem a la memoria del gran campanero y sacristán que tuvo Santa Fe de Antioquia en la segunda mitad del siglo XX como fue Don Lorenzo Eugenio Martínez Barberi, más conocido como “Caquica”.
Y es que aparte de ser campanero de templos como Santa Bárbara, La Catedral y La Chinca, también fue sacristán, corista y pianista.
En un artículo del suscrito publicado por El Colombiano el 8 de agosto de 1999, el cual titulé: “Caquica”, repicó y anduvo en la procesión”, escribí lo siguiente: “Caquica” no fue un sacristán como cualquiera. Aunque fue místico, leal y sumiso, su espíritu se dejó tentar por los placeres de Baco, y no propiamente por el vino de consagrar de la sacristía. Aunque andaba entre sotanas, misas y escapularios, tuvo una rara predisposición para la fiesta. Un diciembre cantó en la mañana un réquiem camino al cementerio, y en la tarde se le vio en una comparsa disfrazado de mujer entonando “la Pollera Colorá…”
No fueron pocas las Avemarías que se tocaron retrasadas por culpa de la resaca de Lorenzo Eugenio. “Cierta noche me pegué una rasca en el bar de media cuadra y al otro día madrugué todo enguayabado a cantar la misa de gallo; era tanto mi debilidad que me dio una maluquera y me caí en el altar en plena ceremonia. Por esta falta el párroco de Santa Bárbara Hugo Vásquez Cartagena me suspendió una semana”, recuerda con vergüenza.
Pese a los regaños de sus superiores para que estuviera a la altura de su cargo, él nunca pudo ocultar su espíritu profano. En la Fiesta de los Diablitos era el primero que buscaban para que animara el sainete como payaso, al lado de Chucho, Temerario y Calabazo, sus amigos de bohemia y de parranda.
A “Caquica” le salió como el que más el dicho de que reza y peca empata. Un desempate que deberá hacerse a la hora de su muerte cuando San Pedro o el Diablo escojan en justicia donde llevarlo”.
Finalmente honro su legado escribiéndole este inspirado poema que retrata los últimos días de “Caquica”, cuando una penosa enfermedad lo postró en un pequeño cuarto de la gran casona de los Martínez Barberi, ubicada en la Calle del Medio.