Por: Julio Vives Guerra.
Parece mentira que en el segundo tercio del siglo XX, cuando todo es Luz y ruido, haya gentes que crean en espantos y aparecidos.
Pero más mentira parece que quienes tal creen no sean únicamente los palurdos montañeses y las campesinas ingenuas, de esos que se imaginan ver en los jirones de la neblina mañanera, unas ánimas rezagadas que han salido durante la noche a visitar a los vivos. Porque basta leer la prensa de Bogotá y la de las capitales de los departamentos para enterarse de que sobre Colombia siguen soplando rachas de superstición, a pesar de radios, avisos luminosos, fuerza eléctrica y toda la cauda que consigo trae la civilización.
Basta leer esa prensa, repito, para enterarse uno que no sólo en los campos cuecen habas de superstición, sino que también en las ciudades -no obstante sindicatos, clubes obreros y reclamación de no conculcados derechos- ciertas gentes que se las dan de listas se arrodillan ante lo que se figuran zancarrones de esqueletos, y tiemblan ante lo que se imaginan apariciones de ultratumba. Leamos:
"En el barrio Tal está saliendo un duende" reza un diario bogotano. “En la barriada cual han visto muchas personas un fantasma", dice un diario antioqueño.
"Los habitantes del barrio A están aterrados con la aparición de un espectro", escribe un diario costeño. "En la plaza de X está saliendo un espanto" publica un diario caucano.
Y así, no se pasa semana sin que la prensa nos cuente una excursión de espectros o un turismo de fantasmas.
Todo esto, a pesar de que el país está pautado de carreteras, carrileras, y caminos reales, y a pesar de que por el espacio azul los aeroplanos agitan sus alas de dragón.
Claro que los periodistas no creen en eso; pero dan la noticia porque es cierto que los habitantes de algunos barrios bajos juran haber visto, oído, y sentido a los fantasmas, trasgos vestiglos y espectros que los traen a mal traer.
Y quienes no han visto ni oído a esos "espantos", no quieren ser menos, escuchan para oírlos y miran para verlos, hasta que a fuerza de escuchar los oyen y a fuerza de mirar los ven, por la sugestión.
Tendremos que aguardar a que vengan los bombarderos y nos barran esas supersticiones y a que los paracaidistas nos ahuyenten los espectros y los trasgos.
Esta oleada de "espantos" me hace recordar una leyenda colonial de mi tierra lejana: leyenda que los hijos de Santa Fe de Antioquia hemos llamado "el espanto de la virgencita blanca".
Y va de leyenda.
-II-
La flor y nata de los comentadores de atrio y saledizo hallábanse en la plazuela de Santa Bárbara, en Santa Fe de Antioquia, a boca de oración, de un Miércoles Santo del siglo XVIII.
Allí don Giovani, el buhonero italiano, peroraba en su germanía ítalo-hispana; Pepín Aguilar, el hijo del escribano, echaba el resto, burlándose de todo y de todos; Jesús Campanero, el Cuasimodo del templo de Santa Bárbara, derrochaba refranes -su especialidad-, y el maestro Lorenzo Milán, el sastre-poeta, improvisaba coplas de perfección remota, mientras las pelarruecas y galloferos se deshacían en aspavientos, echando parola sobre el extraño caso que se relataba.
Y así había de ser ello. No podía menos, ya que no es cosa cotidiana que un ánima bendita se muestre y se pasee por una iglesia, como Pedro por su casa.
-¡Yo la ví!- aseveraba maese Pascual, el sacrístán-, con su atiplada vocecilla, que no correspondía a ninguna desviación fisiológica, puesto que se despepitaba por las devotas bonitas.
- ¿Vos la vísteis, maese Pascual? -preguntaban en coro los circunstantes.
- La ví con estos ojos que se ha de comer la tierra!, respondía el rijoso rapavelas. Las ánimas vuelven, y los Santos Padres no lo niegan…
- Sí, vuelven, cuando se les ha olvidado el pañuelo, interrumpió Pepín Aguilar, lanzando una carcajada.
Callaos, señor Pepín, reprendióle Jesús Campanero, escandalizado. Callaos, que donde menos se piensa salta la liebre, y donde se cree que se fríe no hay cazuela, y tras de la soga anda el caldero y...
-¿A qué viene ese sartal de refranes, Sancho Panza de campanario? -le preguntó airadamente Pepín.
- Vine a probaros que bien puede ser cierto que sale un ánima en esta iglesia de Santa Bárbara.
-De que vienen, vienen, terció el maestro Milán. Yo he leído que a don Pedro el Cruel se le apareció un cura a decirle que lo aguardaba en el otro mundo y ya lo sabéis, como dice la copla:
"Cuando las ánimas vienen
hay que recibirlas bien,
porque si mal se reciben
ya no quisieran volver".
- Maestro Milán, convengamos en que esa copla es apenas medianeja -díjole Pepín.
- Medianeja, pero suya, señor Pepín -repuso Jesús Campanero- y vos no podéis decir lo mismo de vuestro jubón ni de vuestras calzas ni de vuestra capa.
-“¡Calle el deslenguado, el tirarrejos, el repicado”! -clamó Pepín avanzando iracundo hacia el campanero, que se refugió tras un grupo en donde escuchaba la reyerta don Lope de Hoyos, el valiente y gentil mayorazgo de los condes de Casanegra.
De golpe fue interrumpida la cena por algunas voces que, en la puerta del templo, gritaban:
-¡Allí va!
-¡Allí está!
-¡Salió de cerca a la lápida del Padre Curita!
-¡Es el alma del Padre Curita, que está en pena!
-¡En pena el alma del Padre Curita!... ¡Las almas de los santos no están en pena! -exclamó don Lope de Hoyos.
-Decís bien, señor Mayorazgo: el Padre Curita era un santo, afirmó la tía Aldonza, la correvedile de la ciudad.
El virtuoso sacerdote don Emigdio Ramírez de Hoyos, muerto hacía poco, había sido, efectivamente un santo; las gentes de la ciudad, por el filial cariño que le profesaban, lo llamaban siempre con el dulce remoquete de "el Padre Curita", y ese cariño se conservaba vivo en todos los corazones.
Sí, es el alma de ese santo -añadió Jesús Campanero-, porque todos hemos visto esa forma blanca salir de junto a la lápida del Padre Curita y luego desvanecerse junto a su confesionario.
En seguida, otra serie de exclamaciones:
-¡Es la Virgen! -¡La Virgencita Blanca!
- ¡El alma del Padre Curita que desde el Cielo quiere hacerle el bien a alguno de sus amigos!
- ¿A cuál? -A alguno de sus íntimos.
- Entonces a vos, señor don Lope -dijo sarcásticamente Pepín Aguilar; porque fuisteis su preferido. Esa ánima os ama, como os aman todas las que se visten por la cabeza. ¿Será el ánima de alguna coima vuestra?
- Cállate, Pepín, que no respetas nada: ¡ni a las almas del otro mundo!
- ¿Sois vos quien me hará callar?
- Si se necesita... Si falta hace...
-¿Pero es que venís también a defender a una anima del purgatorio? ¡Vaya un Quijote! Señor don Lope, nos estáis resultando de los de lanza en astillero y galgo corcedor.
-Y espada al cinto, Pepín. Olvidas ese detalle. Tú sabes lo que vale mi espada. ¡Y yo, don Lope de Hoyos, te obligo a respetar a un alma del otro mundo si no por alma, por hembra! ¡Está dicho y ya lo sabes!
-¡Sí, sí, que se calle Pepín!... ¡Que respete!... ¡Que se vaya!, gritaron todos.
Pepín calló, no sin lanzarle a don Lope una mirada de desafío, de la cual el valiente Mayorazgo hizo tanta cala y cata como de los ladridos de un perro ventanero.
El Mayorazgo, a fuerza de codos, abrióse paso hasta la puerta del templo, que las sombras de la noche llenaban. Una débil lamparilla apenas si iluminaba un pequeño espacio cerca del altar mayor, en donde un Ángel del Juicio embocaba una trompeta de hojalata; los cuatro evangelistas miraban con sus ojos desteñidos, y Santa Bárbara ostentaba los sangrientos muñones de sus senos cortados a cercén.
De repente don Lope fue quedándose con los ojos fijos en la nave derecha del templo, hacia el rincón en donde la lápida del difunto sacerdote Emigdio Ramírez de Hoyos refractaba la mortecina luz de la lamparilla.
Una forma blanca se alzaba cerca de La lápida y avanzaba hacia el centro del templo.
-¡La Virgencita Blanca! -clamaron a una Los circunstantes.
-¡El alma del Padre Curita! gritaron de nuevo, cayendo de rodillas.
La aparición, deslizándose como un rayo de luna, avanzó hacia la nave izquierda, en donde el confesionario del Padre Curita se veía cubierto de crespones negros. Allí se detuvo, a la luz de la lamparilla, que en este momento tuvo un resurgimiento extraño; se distinguía vagamente la forma de una túnica blanca, encimerada por una capucha, blanca también.
Una mano de esqueleto se alzó y, dirigiéndose a don Lope, hizóle señas de llamada. El mayorazgo, pálido pero sereno, desciñóse la espada, la colocó en el suelo, signóse devotamente y avanzó hacia el espectro. Llegado al confesionario, en donde la aparición habíase desvanecido, arrodillóse al pie de la reja. Luego, un vago cuchicheo...
Las gentes salieron despavoridas, a regar por las calles de Santa Fe de Antioquia la macabra nueva de que don Lope de Hoyos, Mayorazgo de Casanegra, estaba confesando sus culpas a los pies de un ánima del purgatorio....
-III-
Cuando al día siguiente se encontraron a don Lope desmayado junto al confesionario del Padre Curita, nadie logró sacarle una palabra de su coloquio con la Virgencita Blanca, con aquel confesor de ultratumba.
Pero cuando a los dos días, el Viernes Santo, recogieron el cadáver del Mayorazgo, acribillado a puñaladas, al pie del baldaquino del Señor de la Columna, en la plazuela del Cementerio, esas mismas gentes decían, signándose unciósamente:
-Don Lope de Hoyos está en la Gloria, ¡porque el Padre Curita bajó del Cielo a confesarlo!
Y las beatas agregaban devotamente:
-Pero, por si no lo está y se halla en el purgatorio, ¡Padre nuestro que estás en los Cielos!...