A propósito de la Noche de las Brujas que se cumplió el pasado domingo 31 de octubre, es oportuno traer a cuento algunas de las historias que hacen parte de la tradición oral de Santa Fe de Antioquia en lo que a apariciones de estos seres malignos y fantasmales se refiere. Cierto o no…lo que se dice coloquialmente es que en cuestión de brujas…“Que las hay…las hay”.

Por: Francisco Luis Guisao Moreno, del libro “La Ciudad en la Villa”.

No se trata de discutir sobre la existencia de espíritus (fantasmas) y brujas. Se trata de contar el recuerdo de algunos que se resisten al olvido.

Creados por la fantasía popular, o conocidos en vivencias que quienes las cuentan como suyas afirman que son ciertas, hay espíritus buenos y espíritus malos, en tanto que las brujas son perversas, principalmente las brujas voladoras. También hay brujos (hombres); pero la fama la cargan las mujeres (¡Qué le vamos a hacer…!).

El ser brujo(a) implica un pacto previo con el demonio (diablo), que es el espíritu malo por excelencia. Este los dota de poderes sobrenaturales; pero en la mayoría de las veces el precio es el alma del ´´Ayudado´´. Entonces, a nadie extrañe el cuento que sigue (Ignoro quién lo escribió o si es de creación popular).

En un "velorio" se fue la luz eléctrica al tiempo que ingresaron al lugar cuatro mariposas negras que con su vuelo apagaron los cuatro cirios mortuorios. Se escuchó un quejido largo y desgarrador, un grito inhumano. Volvió la luz eléctrica; pero…El ataúd estaba completamente vacío, y había un fuerte olor a azufre… El cadáver desaparecido correspondía al de un hombre que tenía fama de brujo.

Millares de ojos nos están mirando en la oscuridad. Se oyen pisadas que se acercan, se alejan o caminan distantes. Hay siseos, risas tenues, grititos guturales, gemidos débiles, voces broncas, ruidos raros, puertas que se cierran, ventanas que se abren, sillas que se corren, sombras que se mueven. Creemos percibir muchas cosas.

Nuestro cerebro parece que fuera a estallar. Agarrotados de miedo, sentimos que llegamos al límite de nuestra resistencia. Conscientes de que estamos solos, no vaya a ser que nos llamen por nuestro nombre, o nos toquen la puerta de nuestra pieza. No vaya a ser que tengamos la sensación de alguien que se sienta en nuestro lecho; o, debajo de él, trata de levantarlo; o respira en nuestro cuello. No vaya a ser que lo veamos, o nos toque; perderíamos el sentido.

Una noche de los años setenta del siglo pasado una joven hallábase en la puerta de una casa cercana de la plaza principal. Aparte de ella no había nadie más en el callejón: no se veía ni un alma. Sintió como alguien se le aproximaba; y era cierto, aunque ese alguien permanecía invisible; nunca supo si era hombre o mujer, pero ella le propinó tremenda bofetada que casi lo derrumba.

Parece grotesco: por allá en los años sesenta del siglo pasado hubo quienes fueron víctimas de dos cerdas fantásticas e infernales. Una era grande, peluda y de roncos y fuertes gruñidos. Su aparición ocurría en el barrio de Jesús. Entre aquellos a los que les salió hubo uno que en ocasiones se venía a dormir, tarde de la noche a un carro camión (escalera) que parqueaba en la plaza principal. Una madrugada el hombre acababa de pasar por la ´´Plazuela de Jesús´´; caminaba por la calle principal o ´´del medio´´, hacia arriba. Súbitamente escuchó un trotecito que de atrás venia en su misma dirección. Volteó la cabeza y vio una marrana enorme y peluda que estaba siguiéndolo. Él apuró el paso, la marrana también. Él echó a correr, como alma que lleva el diablo; la marrana también. De inmediato comenzaron a oírse, sin cesar, sus roncos y estruendosos gruñidos. Aterrado, despavorido, con el rostro desencajado, y los ojos que parecían salírsele de las órbitas, el hombre llega al carro escalera y se lanzó al interior, al tiempo que gritaba: -¡Una bruja…! ¡Una bruja…!

Tres o cuatro mozalbetes que también dormían allí, se despertaron sobresaltados, y, atónitos, vieron asomar la cabeza de la cerda, con su larga trompa y sus ojos chispeantes. Dos pezuñas se aferraron al borde del piso del carro. Todos gritaron y se aprestaron a huir; pero la visión espantosa desapareció.

-¿Una bruja?

La segunda fue vista varias veces en el parque de Chiquinquirá. Una de ellas le tocó al Conjunto musical de instrumentos de viento que a la sazón, especialmente en diciembre, hacía los “Bailes de garrote”. Y, precisamente, en la madrugada de un diciembre, ya concluido el baile en una de las casas laterales de la plaza principal, los músicos, casi todos del barrio Buga, se dirigían a sus respectivas casas, acompañados de otras personas. En total eran más o menos diez. Al llegar al parque de la Chinca, Don Gerardo Villa dijo:

-Ve, una marranita. A quién se le volaría. Cojámosla. En efecto: cerca de la estatua del Mariscal Jorge Robledo había una marrana pequeña que enseguida corrió por el parque, sin salir de él. Corría y gruñía, aunque más que gruñir, chillaba con estridencia. Mi papá (Luis Segundo Guisao), Don Gerardo y el resto de integrantes del grupo se repartieron bien distribuidos, a fin de coger la marrana. Ella los esquivó a su antojo, como le dio la gana, durante varios minutos, sin dejar de correr y sin salir del parque. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció misteriosamente.

-¿Una bruja?.

El hombre, ya entrado en años, aunque con la vitalidad a flor de piel, transitaba de la vereda “Goyas” a la vereda “El Tunal”. Era casi media noche y había una luna enorme y resplandeciente, que a uno le daban ganas de ponerse a leer. El hombre se detuvo en seco y dio un paso atrás para evitar una caída que podía serle fatal. Sí, claro: fatal. El camino se había cortado profundamente. De lado a lado, en unos diez metros de extensión, se abría un precipicio enorme cuya hondura no alcanzaba a calcularse porque tampoco se alcanzaba a vérsele el fondo. El hombre se detuvo y esperó. Al fin y al cabo dicen que más sabe el diablo por viejo que por diablo. No fue mucha la espera: se recortó en el espacio la figura borrosa de una mujer vestida de negro hasta los pies, la cual reía, burlona, a la par que danzaba en el aire vertiginosamente, con movimientos que parecían indicativos del propósito de arrojar al abismo a ese hombre viajero de la noche. Él no se arredró; al contrario: echó mano del machete que portaba al cinto, lo desenvainó y, de una, con rapidez asombrosa le asestó un machetazo en el antebrazo izquierdo a la movediza figura. Al punto él guardó el arma, y las provocaciones de ella se multiplicaron con giros y acometidas desenfrenados. Ya no reía, burlona, sino que gritaba, rabiosa, y mascullaba palabrotas. Él asumió una actitud rara: impasible, como si la cosa no fuera con él. Ella se cansó, y desapareció. El camino retomó su estado normal; pero el hombre volvió sobre sus pasos, rumbo al lugar de origen: a su casa en “Goyas”. Se había abstenido de pegarle un segundo machetazo a la bruja, porque ese no le hacía daño y, en cambio, la curaba del primero, según la creencia popular. No tuvo que buscarla mucho. Al día siguiente la descubrió en la misma vereda. No eran propiamente amigos, pero se conocían bastante, y ella carecía de motivos para tomarlo por de su cuenta, como lo hizo la noche anterior. Llevaba en cabestrillo el antebrazo izquierdo, parcialmente cubierto de esparadrapo.

-¿Una bruja?

Procedente de la cabecera municipal de Santa Fe de Antioquia, yo estaba de visita en una casa amiga, situada en el corregimiento de Cativo. La señora de allí -de cierta edad, como dicen de quienes ya peinan canas- me contó que cuando su hijo menor tenía tres años, en el transcurso de una mañana se les perdió del corredor. En balde lo buscaron ella, los cuatro hermanos del desaparecido, y algunos vecinos, mientras lo llamaban a gritos en las habitaciones, sala, cocina y dependencias inmediatas. Todos hallábanse desconcertados, fuera de la natural angustia de los familiares. ¿Le ocurriría algo malo al niño?.¿Qué le dirían al papá cuando por la noche regresara de sus faenas de labriego?

-¡Aquí estaá!...!Aquí estaá!...gritó el vozarrón del agregado de una finca cercana. Corrimos (continuó ella) hacia donde él se encontraba, a la entrada de un montecito que distaba aproximadamente media cuadra de la casa. El agregado nos señaló un gigantesco árbol en la mitad del pequeño monte.

-¡Mírenlo! ¡Véanlo!

A unos cuatro metros de altura, en la amplitud suficiente de la primera horqueta, aparecía el niño, sin ningún asomo de temor o llanto. Reía, reía, como si alguien le estuviera haciendo cosquillas o muecas grotescas. Sólo que había una dificultad: para llegar al árbol en cuestión era necesario abrir una trocha de veinte metros por entre unos cuantos árboles y múltiples pencas taqueadas de púas.

Cinco hombres trabajaron un rato en dicha tarea. Luego utilizaron una escalera para subir a donde estaba el niño y bajarlo a tierra. Se hallaba ileso. No dijo nada al respecto. ¿Quién lo llevó y acomodó en esa horqueta? ¿Por qué no se cayó?

-¿Una bruja?

¡ Que las hay…las hay!

Leyendo el libro. “Recuerdos”, del doctor Fernando Gómez Martínez, en las páginas 50 y 51 encontré una historia similar, cuyo personaje, también de tres años de edad, fue Juan de S. Martínez (Don Juanito Martínez), nacido en Santa Fe de Antioquia en 1.826, y muerto en Medellín en 1.917. Un día éste desapareció misteriosamente de en medio de la familia cuando pasaba vacaciones en la hacienda “El Espinal”, situada en las inmediaciones de la desembocadura del río Tonusco al río Cauca. Al escucharse el grito que anunciaba el hallazgo: “…para sorpresa de todos vieron al pequeño montado en la primera horqueta de un corpulento higuerón, a una altura a donde no hubiera podido subir por sus propias fuerzas, y porque para mayor asombro y pasmo el tronco se hallaba rodeado de uñegatos, espinos y otras malezas. Así fue que para bajarlo se empezó por rozar el paso y servirse de una escalera. Estaba sano, tranquilo, y sin rasguños. Interrogado cómo había subido allí, dijo que una señora lo había llevado y se había vuelto.

-¿Hay brujas en Santa Fe de Antioquia?”. ¿Las hubo?.

Después leí unos apuntes biográficos del Excelentísimo Jesús María Rodríguez Balbín, primer Obispo de la Diócesis de Antioquia nacido en Santa Fe de Antioquia o ciudad de Antioquia, escrito por el padre Francisco Luís Toro y publicados en la Revista “Antioquia Histórica”, Número 37, febrero de 1936. En ellos se notificaba que Jesús María, hijo del Santarrosano Don Jorge Rodríguez y de la Antioqueña del Tonusco Doña Gabriela Balbín, apenas si contaba con días de nacido cuando sus padres lo llevaron a una finca del sur de la ciudad, cerca del río Cauca, y: “Parece que con frecuencia desaparecía el niño inexplicablemente del lugar donde lo tenían colocado, y después de mucho buscarlo, se le hallaba en lugares retirados, entre los matorrales o al pie de los muros interiores y apartados, o cerca de las fuentes que regaban la heredad, donde su presencia era localizada por el lloro de la criatura”.