Nunca dejaremos de reconocer la vida y la obra periodística y literaria del gran escritor santafereño José Velásquez García, más conocido con el seudónimo de Julio Vives Guerra. En esta ocasión queremos destacar una semblanza que hace de él y de su residencia en Bogotá, el escritor, periodista y cuentista colombiano, Adel López Gómez, quien lo visitó en su casa del barrio La Alameda en 1921, al lado del gran cronista antioqueño Luis Tejada.
Por: Adel López Gómez, del libro “Ellos eran así”.
En 1921 Don Julio Vives Guerra residía en Bogotá. Vivía en una casita escondida en la Calle de la Alameda, en un sitio que nunca más volví a localizar en la vida.
Luis Tejada y yo fuimos allí una noche a verle. Estaba enfermo. Recuerdo que su esposa, una señora muy suave, ya entrada en años, nos introdujo en su cuarto. Era un cuarto pequeñito, sin otros muebles que la cama, un viejo sillón y una mesa atestada de libros en el más caótico desorden. El suelo estaba cubierto de periódico desplegado. Lleno del humo de la gran pipa alemana de Don Julio cuyo olor embalsamaba el ambiente.
Cuando ese humo se disipó un poco, vi al letrado. Era un viejo de bella y nobilísima estampa. Con los alegres ojos azules y el pelo abundante y la cuidada perilla recortada a la francesa, enteramente blancos.
El lecho estaba cubierto por una vieja manta, y aun sobre esta habían echado un abrigo de mangas raídas y deshilachado cuello. Por sobre el embozo surgía la cabeza de Don Julio. Sus ojos azules, de claridad extraordinaria, nos miraron sonrientes, al entrar, por sobre las gafas prendidas al pecho sobre una piyama muy limpia, por un cordón de seda negra.
Su mal no era cosa seria. Apenas lo necesario para disculparse a sí mismo el faltar a la oficina en la sección de aduanas del Ministerio de Hacienda. Alguna vez -cuando tenía un gran exceso de trabajo- se tomaba la libertad de enfermarse. Era sólo por un día. Casi nunca por dos. Hubiera tenido reato en hacerlo porque era un funcionario muy serio, eficaz y responsable. Pero a veces ocurría, cuando Vives Guerra quería meterse en su cama veinticuatro horas para leer un libro que le interesaba especialmente.
Ahora estaba allí, en su pequeño cuarto, entre su cama. Había dejado el libro a un lado para conversar con mi amigo y yo. La habitación carecía de una buena instalación eléctrica. A causa de ello había hecho la más laboriosa y complicada trabazón de cuerdas, trampas, dispositivos, con el único objeto de asegurar una luz cómoda para el lector. Del techo pendía, suspendida de una delgada pita blanca, un reloj de bolsillo. Era uno de sus grandes relojes de plata que, al final de una cadena de oro, guardaban los señores en el bolsillo derecho del chaleco. A falta de un reloj de mesa corriente, el escritor quería tener siempre a la vista cualquier otro marcador del tiempo. Su reloj era uno muy trabajado y voluminoso, en plata alemana, que le venía de su abuelo y era una valiosa joya de familia.
Como la habitación era tan estrecha, Luis Tejada y Leticia Velázquez -la hija de Don Julio- se sentaron al borde de la cama mientras yo ocupaba el antiguo sillón.
Fue una visita maravillosa. Yo estaba feliz. Era -sin contar a Luis Tejada, claro está- el primer escritor de prestigio a quién me era dado conocer.
El gran viejo, que después fue uno de mis más queridos amigos, me pareció ya desde entonces un hombre encantador.
Leticia era una jovencita de apenas diecisiete años, muy linda y muy dulce. Creo que estaba enamorada de Luis que entonces tendría veintitrés y era ya el mejor cronista de Colombia, en su género. Pienso que Luis, a su turno, estaba enamorado de ella…
Hubo un momento inesperado en que se apagó la luz. Quedamos en la más absoluta oscuridad. Pero está duró no más de un minuto porque, un tanto nerviosa, con la palmatoria, en la mano, doña Fidelina se hizo presente… Todos comprendimos el motivo de su confusa agitación.
Cuando retornó la luz eléctrica miré el rostro a Julio Vives Guerra. Me pareció que tenía en los labios un asomo de sonrisa y que su esposa estaba ligeramente ceñuda…
Leticia y Luis ocupaban exactamente los mismos sitios, al borde de la cama del hidalgo de Santa Fe de Antioquia. Estaban callados, con un no sé qué de azorados. Temo que durante aquel minuto de oscuridad, los dos se habían besado…