En el centenario del nacimiento de esta emblemática matrona santafereña nos asomamos a su trasegar por la vida salpicada de trabajo y amor por su familia y su tierra. Homenaje a la longevidad de esta madre y abuela que ha visto pasar impávida la segunda mitad del siglo XX y un cuarto del XXI.
Por: Juan Carlos Sepúlveda S.
Aurora Madrid de Machado es su nombre, conoció a la hoy Santa Madre Laura cuando era un adolescente; cogió leña de los montes y de las playas del Tonusco cuando este se crecía; le tocó cargar agua rastrera de las pocetas que había en algunas esquinas de la ciudad; refrescó su cara en una pila donde unos leones echaban agua por la boca; fue alumna de maestras como Carmen Toro y trabajó desde muy niña haciendo esteras en iraca hechas a la medida al lado de su madre Efigenia.
Si, esta fue la Santa Fe de Antioquia que le tocó vivir a esta mujer centenaria empezando el siglo XX. Recuerda que nació el 2 de junio de 1921 en la Meseta, en la finca que fue del famoso vaquero Juan María Vargas, finca por donde pasaban las voces de arriería con su mulada hacia las empinadas montañas de Guasabra y Tonusco Arriba, predios por donde después cruzó la carretera hacía las trochas de Urabá.
Hoy a sus 100 años recién cumplidos, guarda intacta en su memoria esa Santa Fe casi rural que le tocó vivir. Así lo pudo comprobar EL SANTAFEREÑO durante la entrevista que se le hizo en su acogedora residencia del callejón de la Alcaldía, con motivo de su privilegiado onomástico.
Allí, sentada en una silla mecedora y con un vestido señorial nos atendió en compañía de su nieto Víctor Pino Machado y de su sobrina Gloria Machado. Antes de comenzar la entrevista, con el humor agudo que siempre la ha caracterizado, advirtió con su cansada voz, “esta entrevista vale plata...”.
SUS AÑOS MOZOS
Con los ojos aun claros y la piel blanca, solo cuarteada por unas cuantas arrugas, empezó a rebobinar su memoria por momentos perdida en la suma de tantos amaneceres.
“Me llamo Aurora Madrid de Machado a mucho honor”, dice mientras mece la silla donde todas las tardes se sienta frente al patio a rumiar los recuerdos de su infancia y su juventud.
De esos años idos recuerda que tuvo una niñez muy feliz entre la finca La Meseta y Buga, donde vivían sus tías, en una época cuando casi todas las viviendas de ese barrio eran de techo pajizo. Sin embargo la pobreza la obligó a trasladarse a Medellín finalizando la década de los años 30 del siglo pasado cuando apenas era una mozuela. En la capital empezó a trabajar como operaria en una fábrica de telas; primero laboró en Tejidos Unión, y luego en Fabricato en el municipio de Bello, donde estuvo por cerca de 10 años. Tanto trabajó allí que introyectó en su memoria el lema de aquella emblemática empresa paisa: “La tela de los hilos perfectos”.
Por esos años vivió en el Patronato de las Hermanas de la Presentación donde solo aportaba para su alimentación, ya que las monjas gustaban de ayudar a las jóvenes que venían de la provincia a buscar mejores oportunidades en la ciudad.
En esos de azarosos trabajos el amor tocó a su puerta en el hombre de Manuel Machado, un santafereño de piel morena que viajaba desde la Ciudad Madre a visitarla y a cortejarla cada cierto tiempo. Fue así como a los 27 años y cansada de madrugones y de extensas jornadas labores, aceptó la propuesta matrimonial de su paisano, regresándose para su tierra natal, de la cual nunca más salió.
Aquí, avivada por el fogón amoroso de su hogar, dio vida a sus tres hijos: Faber, Aracely y Eucario, a quienes consagró el resto de su juventud al lado de su esposo Manuel, quien en sus primeros años laborales fue carnicero, barbero y hasta policía, y tiempo después empleado de Rentas Departamentales de Antioquia donde alcanzó la jubilación.
MADERA FINA
Hoy, con la nieve de los años como dice el poeta, Doña Aurora vive rodeada del amor de sus hijos y nietos, siendo la niña consentida de todos, la que goza de una excelente salud, tanto que no toma drogas, no sufre de la presión y mucho menos de azúcar; la misma que come arepa con chocolate y quesito al desayuno, la que almuerza con sancocho y come frijoles con coles, la que aun da pasos sola en el corredor de su casa, la que el único mal que la aqueja (como es apenas natural para su edad), es la perdida ocasional de la memoria, tanto que en medio de esta entrevista no creyó que hubiera llegado a la cima de los 100 junios.
Pese a ello cuando se trata de contar pasajes importantes de su vida, no escatima esfuerzos mentales para acordarse que vio caminar por estas calles empolvadas de antes a la Madre Laura Montoya con su figura obesa, unas veces acompañada de las monjas de su orden religiosa, otras rodeada de un sequito de indígenas a quienes amaba evangelizar.
Su cabeza también la tiene bien puesta cuando se acuerda del padre de sus hijos: el negro Machado, el amor de su vida, por quien aun le brillan los ojos cuando lo evoca en los recovecos de su mente frágil.
Antes de despedirnos no podía faltar la pregunta de rigor: “Doña Aurora, ¿cuál es la clave para haberse trepado al siglo?”, respuesta vacilante que solo tiene explicación en los labios de su nieto Víctor, quien asegura que llevar una vida tranquila, comer sano y dormir lo suficiente, es la ecuación perfecta para vivir a plenitud.
Claro que también tendrá que ver el ADN de su familia, pues su madre Efigenia vivió hasta los 92 años; Alejandrina, una tía suya llegó hasta los 107 años, y Olga, quien falleció el pasado jueves 10 de junio en nuestra ciudad sumó 95. Detrás de esa zaga familiar vienen sus hermanos menores, la profesora Edilma de 77, y Pedro Nel (el Padre Mejía) de 82.
Así que madera fina es lo que hay en la familia Madrid Zabala, esa estirpe antioqueña que ha sido testigo ocular de dos siglos de historias en esta tierra rancia y antigua, donde por fortuna algunas descendencias viven tan largamente como sus techos renegridos por el sol de los tiempos.