En la historia de la emblemática estructura siempre se narra un episodio memorable que causó asombro entre quienes lo vivieron en su momento, tanto que desde hace más de un siglo hace parte de la tradición oral que ya es leyenda: la encerrona de una gran novillada que cruzó de lado a lado la estructura colgante para probar su firmeza y aguante. Aquí un ameno relato de ese momento glorioso sucedido una tarde de 1894, a propósito de la celebración de los 125 años de haberse inaugurado el puente, efemérides que se cumplirá el próximo 27 de diciembre.

Prensantafe- El Santafereño.

En vísperas de la celebración de los 125 años de haberse inaugurado el puente colgante de Occidente, es bueno traer a la memoria uno de los pasajes más sobresalientes y memorables de esta obra maestra de la ingeniería antioqueña y colombiana, construida por el gran genio sopetranero José María Villa.

Como se recuerda, antes de poner al servicio esta estructura colgante de 292 metros de longitud, el notable ingeniero nacido en el corregimiento Horizontes, quiso probar su resistencia, y para ello puso como carga cerca de 400 reses de la región, prueba que fue superada con creces para satisfacción y alivio de su constructor.

Foto de Juan Carlos Sepúlveda (2007)

Así lo cuenta Don Samuel de J. Cano en su libro “Un siglo del puente de Occidente, 1895-1995”, cuando escribe: “El análisis del Dr. Villa proveía una capacidad total teórica de su puente, mayor en 95 toneladas al peso de la estructura, el cual calculó en 160 toneladas. La capacidad para peso vivo la explicó a los no iniciados, diciendo que el puente resistiría el peso de 320 de nuestras reses gordas en marcha, o el de 1.200 soldados con equipo completo de campaña.

Aún el día de la inauguración, seis años después de comenzado los trabajos, había ciertas personas incapaces de creer que el puente pudiera soportar pesos de este tamaño. Una parte de la ceremonia, la cual se efectuó en julio de 1894 -sic- fue el paso por el puente de un gran número de reses, antes de que los oficiales del gobierno y de la Iglesia, y el mismo comité de inauguración, se aventuraran a pasar por él”, cuenta el historiador Cano, ya fallecido.

LA FIESTA ANTES DE SU INAUGURACIÓN

Este mismo pasaje pintoresco se narra en el libro: “El violinista de los puentes colgantes” de Pilar Lozano, bellamente editado hace unos años por la editorial Panamericana. En esa lujosa publicación se narra de manera amena y detallada, cómo se vivió ese momento tan tensionante para Villa y su cuadrilla de obreros, meses antes de su inauguración el 27 de diciembre de 1895, un capítulo que a continuación compartimos con nuestros lectores.

“Como de costumbre, después de la paga se reunieron en la casona que hacía las veces de campamento. Los obreros músicos, y había muchos, sacaron de viejos estuches de madera sus violines, liras y guitarras. -¡Echáte un bambuco!-, gritaron en coro. Y las miradas se centraron en Bautista Robledo, un hombre moreno y robusto de pequeño bigote que se dedicaba ya a afinar las cuerdas de su guitarra. Heliodo con su pañuelo blanco amarrado al cuello, se acomodó a su lado dispuesto a hacerle la segunda. Luego se acercaron José, Alejandro Ibarra, Nicanor García, Cleodomiro ...; cuando ya eran más de veinte, se unió al grupo José María con su violín.

-¡Por el puente más hermoso del mundo! gritó Robledo alzando una botella de aguardiente y arrancó a tocar y a cantar con tal destreza que hizo como nunca honor a su sobrenombre de El Bambuquero. Se le veía feliz, lo mismo que al resto de la peonada. Eran en su mayoría hombres jóvenes; unos fornidos, otros menos corpulentos, pero todos con la señal clara de estar tallados por el trabajo rudo. Se les notaba, sobre todo, en las manos inmensas, cruzadas de venas
engrandecidas.

"Robledo canta de hacer bailar las piedras", era el decir de la peonada. Reginaldo fue el primero en dejarse arrastrar por el ritmo. Con sus pies descalzos, con su sombrero de iraca que le cubría el cabello negro y largo, empezó a dar graciosos brincos al ritmo de bambucos y guabinas, música perfecta para bailar apartado. De inmediato, se formó un corrillo y llovieron las ovaciones y los aplausos. Era un fiestón inmenso, de más de 200 hombres satisfechos, muchos de ellos acompañados por sus mujeres. Al fondo, como un runrún, se escuchaba el eterno andar del río Cauca.

Fiestas así se habían repetido durante siete años todos los sábados de paga. Pero ésta era la grande, la del cierre. La obra -eran finales de 1894-, aunque sin terminar del todo, estaba lista para el tránsito de personas y bestias. Desde el corredor de la casona donde realizaban la fiesta, el puente parecía una inmensa hamaca colgada de cuatro hilos gigantes, sensualmente curvos. A lado y lado, las torres, con su techumbre forrada en zinc, y con su forma de templo donde algunos adoran a sus dioses, daban al paisaje una pincelada de retazo del Lejano Oriente.

En medio de la algarabía alguien gritó: - ¡Don Chepe - así llamaban al ingeniero jefe-, llegó el viento!

José María Villa tomó una botella, una hamaca y su violín. Nadie lo siguió. Todos sabían que cuando estaba triste o muy contento, como ese día, le gustaba robarse minutos para estar a solas. Eran, dicen, las 5:00 de la tarde. El cielo, con grandes manchas de rosas, naranjas y violetas, parecía contagiado de tanta alegría.

Villa amarró la hamaca justo en el centro del puente y se echó en ella. La estructura de cables y maderos, de casi 300 metros de largo, empezó a crujir y a mecerse por el viento. Hizo sonar el violín y dejó que volaran unos minutos; luego se paró y empezó a bailar y a dar volteretas. Todo sin dejar descansar las cuatro cuerdas de su instrumento. Se veía inmenso con su cuerpo de hombre grandote, su barba de años, su camisa fuera del pantalón hinchada por el viento.

Una sonrisa inevitable -de esas sonrisas fáciles que brotan cuando la felicidad nace de muy dentro- le cubrió toda la cara. Tenía motivos para ello. Había ganado la apuesta a los malos presagios. Para acabar de convencer a los descreídos que apostaban a que la armazón colgante se vendría abajo, tenía planeado, para el día siguiente, encerrar en el puente a 400 novillos de peso regular. Así lo hizo; muy de madrugada el ponteadero se llenó de invitados y curiosos. atraídos por el estrambótico acontecimiento.

-¡Atención, ya vienen los primeros!- alertó Heliodoro a los que estaban listos a poner en marcha la estrategia de la encerrona, cuando vio venir, a lo lejos, envuelto en nube de polvo, el primer lote de ganado. Los arriaba el capataz de una finca cercana. Con hábiles argumentos, don Chepe había convencido a los finqueros de Sopetrán de colaborar con este riesgo, milimétricamente calculado.

El maderaje se estremeció cuando, en atropellado tumulto, los animales ingresaron a la calle central del puente, la única concluida y destinada desde siempre al paso de recuas, jinetes y ganado. Las calles laterales, diseñadas para peatones, jamás pasaron de ser un proyecto.

Pronto se juntaron las 400 reses. El jaleo y la alharaca producidos por el desespero de tanto novillo aprisionado lograron aturdir a los que presenciaban la insólita escena. Heliodoro prefirió taparse los ojos con el sombrero para no mirar. Durante los 20 minutos que duró la encerrona se sintió en el aire el aliento contenido del montón de espectadores.
Cuando se abrieron las puertas y los novillos salieron en estampida, los obreros, encabezados por el mismo Villa, entraron al puente. Revisaron, palparon cada uno de los amarres, cada una de las vigas, y comprobaron con alivio que nada había cedido ante el peso descomunal. José María se quitó su sombrero de paja y, en un gesto de dicha inmensa, lo lanzó al viento.

Un año después. en diciembre de 1895, cuando finalmente se hizo la inauguración oficial, la prueba del ganado seguía aún causando asombro. Fue el comentario de los que por primera vez visitaban el ponteadero.

-¡No puede ser!, exclamaron algunas damas al imaginarse tamaño espectáculo; una incluso se sintió mareada y sacó de su seno un frasquito de esencia de rosas y la ofreció a sus amigas. ¡Para ellas el puente lucía elegante, pero tan frágil!

Los hombres, en su mayoría políticos y empresarios que hicieron las veces de impulsores del proyecto, también comentaron el asunto. Pero muy pronto se enfrascaron en otro tipo de charlas. Mientras limpiaban con finos pañuelos el sudor de sus frentes, repasaban una y otra vez las cuentas hechas tantas veces: con el puente, puerta de entrada al Camino de Occidente que se abría al otro lado del río, el mar no quedaba ya tan lejos. El sueño de llevar rápido y con más comodidades sus productos al vecino Atlántico y ponerlas al mercado “en grandes ciudades del mundo rico y civilizado" estaba ahora a sólo siete días de camino. La construcción del canal de Panamá agigantaba sus sueños. La conquista de Occidente, vista como la tierra prometida, era ahora también más palpable”.

Así termina este primer capitulo del libro: “José María Villa, el violinista de los puentes colgantes”, dedicado a los días previos a la inauguración del gran viaducto colgante.
Como se recuerda, los 125 años del puente de Occidente, declarado Monumento Nacional por el Congreso de la República el 26 de noviembre de 1978, se cumplirán el próximo 27 de diciembre, fecha de la que se espera una gran celebración por parte de las autoridades locales y regionales.